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Luisa Piccarreta, la Pequeña Hija de la Divina Voluntad Parte 4

 


 

alimento consistía en unos pocos gramos de comida, que le proporcionaba su ayudante Rosaria Bucci.

Su vida un milagro continuo
Luisa no ordenaba nada, no deseaba nada, y devolvía inmediatamente el alimento que ingería. No tenía el aspecto de una persona moribunda, pero tampoco el de una persona perfectamente sana. Con todo, nunca estaba inerte; sus fuerzas se consumaban tanto en el sufrimiento diario como en el trabajo, y quien la conocía profundamente consideraba su vida un milagro continuo.

Regresó gente de dinero enviados
Era admirable su desprendimiento de toda ganancia que no viniera de su trabajo diario. Con firmeza rechazaba el dinero y los diversos regalos que le llegaban por cualquier motivo. Nunca aceptó dinero por la publicación de sus libros. En una ocasión, al Beato Aníbal, que le quería entregar el dinero obtenido por los derechos de autor, le respondió así: “Yo no tengo ningún derecho, porque lo que está escrito allí no es mío» (cf. «Prefación» al libro El reloj de la Pasión, Messina, 1926). Rechazaba indignada y restituía el dinero que personas piadosas, a veces, le enviaban.”

La habitación de Luisa se asemejaba a un monasterio; ningún curioso podía acceder a ella. Siempre se hallaba rodeada de pocas mujeres, que vivían de su misma espiritualidad, y por algunas muchachas que frecuentaban su casa para aprender el bordado con bastidor. Precisamente de ese

cenáculo salieron numerosas vocaciones religiosas. Pero su obra de formación no se limitaba sólo a las muchachas, pues muchos jóvenes fueron enviados por él a los diversos institutos religiosos y al sacerdocio.

Jesus in a vision to Luisa cries out to her for help.
Jesús en una visión a Luisa Piccarreta llora a su "Alma, ayúdame!"

Su jornada comenzaba muy de mañana, alrededor de las cinco, cuando acudía a la casa el sacerdote para bendecirla y celebrar la Santa Misa, oficiada por su confesor o por cualquier delegado: privilegio que le concedió León XIII y que confirmó San Pío X en el año 1907.

Después de la Santa Misa, Luisa permanecía en oración de acción de gracias durante cerca de dos horas. Hacia las ocho iniciaba su trabajo, que duraba hasta el mediodía; después de la frugal comida, se quedaba sola en su habitación, en recogimiento.
Por la tarde, después de alguna hora de trabajo, rezaba el Santo Rosario. Al atardecer, hacia las ocho, Luisa comenzaba a escribir su diario

mirando siempre al crucifijo; alrededor de medianoche se dormía. Por la mañana se hallaba inmóvil, rígida, encogida en la cama, con la cabeza inclinada a la derecha, y era necesaria la intervención de la autoridad sacerdotal para que pudiera sentarse en la cama y dedicarse a sus ocupaciones diarias.

Cuerpo nunca sufrió rigor mortis
Luisa murió a la edad de ochenta y un años, diez meses y nueve días, el 4 de marzo de 1947, después de quince días de enfermedad, la única certificada en su vida: una fuerte pulmonía. Murió al final de la noche, a la misma hora en que todos los días la bendición del sacerdote la liberaba de su estado de rigidez. Era arzobispo monseñor Francesco Petronelli (25 de mayo de 1939-16 de junio de 1947). Luisa quedó sentada en la cama. No fue posible extenderla y -fenómeno extraordinario- su cuerpo no padeció la rigidez cadavérica, y permaneció en esa posición como siempre lo había estado.

Luisa la Santa ha muerto
Apenas se difundió la noticia de la muerte de Luisa, toda la población, como un torrente impetuoso, se dirigió a su casa y fue necesaria la intervención de la fuerza pública para contener a la multitud que, noche y día, acudía a ver a Luisa, mujer muy querida a su corazón. La voz que corría era: «¡Ha muerto Luisa la Santa!». Para contener a toda la gente que acudía a verla, con el permiso de la autoridad civil y del oficial sanitario, su cuerpo permaneció expuesto durante cuatro días sin dar señal alguna de corrupción.